Opinión/Elizabeth Juárez Cordero
El poder político es en su estado más natural absoluto, concentrador, arbitrario, una vez obtenido es indivisible y expansivo, justo ahí en sus entrañas encuentra de manera inercial los tentáculos para su reproducción; ese es el peligro inherente al poder y la demonología congénita entre los hombres que le detentan.
Es en la historia misma de la humanidad, más lejana o cercana en el tiempo, que los mecanismos de control constitucional, no solo justifican su razón de ser, sino que adquieren un papel clave en nuestras sociedades modernas, al tener por objeto equilibrar el ejercicio de libertades de los gobernados y el ejercicio del poder de los gobernantes. Porque incluso, en aquellos gobiernos revestidos de la legitimidad democrática, que le conceden las urnas, la posibilidad de corromperse no es ajena, pensar lo contrario pasaría más que por ingenuidad por ignorancia o negación de nuestra propia humanidad.
En este contexto, las investigaciones en relación al programa de espionaje Pegasus en manos del Estado mexicano, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, contra periodistas, defensores de derechos humanos y opositores, son un ejemplo claro de ilegalidad y violación de derechos humanos, que por sí mismos constituyen hechos condenables, desde luego sujetos de responsabilidad jurídica, cuya exigencia no sólo debe recaer sobre los directamente afectados, sino también en uso de la responsabilidad política y amplia legitimidad democrática, en quienes hoy encabezan las instituciones del Estado.
De fondo, este conjunto de abusos orquestados desde el poder, muestra el deterioro del pacto mínimo entre gobernados y gobernantes, en el que deben coexistir los derechos y libertades ciudadanas con las necesidades de salvaguarda y seguridad del propio Estado, es decir aun cuando puede justificarse la existencia de estos mecanismos de efectividad, control y vigilancia del poder, tan antiguos como las primeras formas de organización política; bajo una genuina aspiración democrática estos deben ser inadmisibles, por decir lo menos.
La equiparación con Estados como Arabia Saudita, Marruecos, Emiratos Árabes o Azerbaiyán por el uso compartido del programa, el que se cuentan cuando menos 15 mil registros de posibles víctimas, nos dice mucho de nuestra sintomatología, que desde luego no inicia con la infiltración maliciosa a la vida privada de las personas, a través de sus teléfonos celulares, sino que es reflejo de algo mayor, la manera ominosa con la que en México se ejerce el poder, porque se puede hacerlo.
El cambio de régimen planteado por el presidente de la república Andrés Manuel López Obrador, bien haría en dejar como precedente una investigación seria, en la que mucho se ha avanzado desde los medios que dieron a conocer la noticia, que lleve a los nombres de los responsables directos, acompañada de la regulación en el uso de estos mecanismos del Estado, más allá del costo millonario implicado y los contratos realizados con anterioridad. La apuesta, como se ha dicho en relación a los actos de corrupción, debe centrarse en inhibir y castigar la tentación siempre latente de abuso del poder, en la que quedar a expensas del voluntarismo moral del gobernante en turno, sería actuar con total simulación.
Los controles, empezando por el respeto a los derechos humanos como primer y principal límite al poder, tienen una doble función, en beneficio de los gobernados y al mismo tiempo para el poder mismo, como garantía y confirmación de su legitimidad. En los gobiernos democráticos no basta la legitimidad procedimental de las mayorías sino que está debe confirmarse en un poder distribuido, limitado y controlado.
De no lograrlo, seguiremos atrapados en la demagogia procedimental, que ahora agrega el uso de la consulta popular y la revocación de mandato, sin avanzar en lo sustantivo, en la efectividad y capacidad de respuesta de los gobiernos frente a los problemas de sus gobernados. Ahí está puesta la mira de los hombres del poder en México, hoy en la consulta popular para ser partícipes o para denostarla entre los ciudadanos, mañana en la revocación de mandato y pasado en el 2024; no en la crisis sanitaria, en la inseguridad o la violencia, ni en las desigualdades económicas.
Por ello Pegasus, es una ejemplo más del siempre latente abuso del poder y su necesidad de limitarlo, sin olvidar que tanto los controles como las herramientas de control del poder, incluso aquellas que dicen proteger la seguridad nacional no solo no deben ser absolutas sino que al emanar del poder mismo, deben siempre tener una trayectoria bidireccional, como lo advierte el constitucionalista Diego Valadés, de modo que el poder que ejerce el control no se convierta en aquello que busca evitar.