Nudos de la vida común/Lilia Patricia López Vázquez
Lo mejor de nosotros
NUDOS DE LA VIDA COMÚN
Citius, altius, fortius!
Lema Olímpico
El fuego de Olimpia se encendió en Tokio. Se pospuso un año, pero no se canceló; como una metáfora de nuestra vida común en estos tiempos de incertidumbre. En esta ocasión, los juegos olímpicos llegan a la soledad de los recintos deportivos, en un nostálgico silencio que se niega a renunciar al esfuerzo por llegar más alto, alcanzar más rápido o ser más fuertes.
La justa olímpica encarna el espíritu de superación humana, de romper límites y plantar cara a la adversidad. Como la mayoría de nosotros, los atletas olímpicos tuvieron que mudar su actividad cotidiana, sus entrenamientos, a sus hogares, con las carencias y limitaciones que eso ha implicado. Muchos de ellos, le ganaron la batalla al virus. Otros la perdieron, o perdieron a algún ser querido. Sin embargo, la vara para lograr el pase a este evento se mantuvo a la misma altura. Quienes crecieron para alcanzarla fueron los y las deportistas que no desistieron ni de sus sueños ni de sí mismos.
Esta fiesta deportiva tiene mucho que ofrecer para reubicarnos como personas. Es el lugar donde entre más grande es el rival, más gloriosa es la victoria, por lo que no es denostado, sino por el contrario, emotivamente alentado. Donde el enojo y la frustración por una caída se dirigen a uno mismo, el único adversario a vencer. Donde cuerpo, mente y espíritu se integran, recordándonos que así es como se logran las grandes proezas. Esta cita cuatrianual pone en evidencia que lo único que nos hace diferentes es el esfuerzo y la disciplina. Y esa diferencia, se aplaude y se respeta.
El mensaje ha sido claro: unidos en la diversidad. Ninguna disciplina, ninguna medalla vale más que otra y cada encuentro deportivo inicia con todos en el mismo piso, desde pubertos debutantes hasta veteranos en sus octavos juegos, y donde verdaderamente, estar ahí, es ya ser un triunfador.
Esta edición también ha mostrado una cara incluyente de la humanidad, donde nadie se queda fuera. Quienes han quedado sin patria, pues han tenido que huir por motivos políticos, económicos, sociales y religiosos, tienen acogida y participación, gozando del mismo estatus que cualquier competidor sin que su condición de refugiados sea motivo de discriminación ni rechazo.
De la misma forma, ha sido ejemplo de respeto a la dignidad, separando a la persona de los actos, como ha sido con el caso de la participación rusa, país sancionado por institucionalización de dopaje. Se amonesta al país, no a los atletas, quienes al llegar al podio, reciben los mismos honores.
Históricamente, las Olimpiadas han representado un fuerte empuje económico tanto para el país sede como para todas las empresas patrocinadoras y difusoras de los eventos. Se estima que el costo de las Olimpiadas para Japón ronda entre los 16 y 25 mil millones de dólares. Una verdadera donación que le hace el país del sol naciente al mundo, pues realizar los juegos a puerta cerrada, con medidas de distanciamiento y sin turistas aniquiló cualquier posibilidad de impulso económico a cambio de traer esperanza a la humanidad. Un gesto sin duda generoso y valiente, pues además nos demuestra cómo la vida debe seguir siendo celebrada, con nuevas normas de convivencia y nuevos hábitos.
Las olimpiadas, como hecho humano, también tienen sus sombras. Pero hoy, estimados lectores, quiero invitarlos a quedarnos con la invitación a volver la mirada hacia lo mejor de nosotros. Agobiados por los estragos de la pandemia y rotos por nuestra incapacidad de manejar la diferencia, el fuego olímpico y el concierto de los himnos nacionales bajo un mismo techo, son un muy oportuno recordatorio de lo bueno y lo noble que existe aún en nosotros como humanidad. Dejémonos guiar por nuestra parte sana, para curar la herida. Que estos días de hermandad, nos impregnen de solidaridad, confianza y unidad para resignificar nuestra vida común.