La fuerza de la pandemia desafío al milagro del Tepeyac
MORELIA Mich., 12 de diciembre.-De aquéllos desbordamientos de fe, de las alegres romerías, la de hoy, solo se reduce a unos cuantos espontáneos que, por manda o fe, se asoman al Templo de San Diego, casa de la guadalupana, la Emperatriz de América.
La apocalíptica pandemia del coronavirus tiene atemorizada a la feligresía.
A casi 500 años de su aparición, 1531, según los relatos del virreynato, nunca, nunca, pasó de largo el festejó al milagro del Tepeyac, donde la María se tatuó en el chal del indio Juan Diego, según la leyenda.
Hoy, el poder de la pandemia, obligó a autoridades e iglesia a suspender los festejos en todo el territorio nacional.
Los reportes del sector salud en Michoacán dieron cuenta de un cierre de 29 mil 987 casos acumulados de covid19 y 2 mil 410 decesos.
Morelia encabeza la lista con mayores casos acumulados, unos 7 mil 187. También la lista de activos, sospechosa y defunciones.
Las fiestas guadalupana, por su fervor, tienen un estatus similar o mayor, al de los festejos patrios del 15 de septiembre.
Son parte de la identidad nacional, de la cosmovisión del mexicano.
Por eso, el suspender los festejos fue como un balde de agua fría a la consistente fe católica mexicana, donde más del 90 por ciento de su población es declarada abiertamente católica, apostólica, romana y guadalupana.
Hoy, en el marco de su cumpleaños, la verbena fue catafixiada por vallas y policías.
Nada de algarabía, de corazones rebosantes, de actos inmaculados de fe, de lágrimas de felicidad, de dolor, de sufrimiento.
Nada del autoflagelo, de los recorridos hincados, del niño cargando, de la imagen al pecho.
Solo toletes, escudos y cascos antimotines se ven ordenado, cuál altar, a las afueras de San Diego
Allá, hasta la entrada de la calzada se aprecia una torreta, quizá de una ambulancia para cualquier inconveniente.
Por el lado de Vasco de Quiroga, cerrado con mallas el acceso a vehículos.
El perímetro del Acueducto también con mallas, al igual que el punto de Las Tarascas.
En medio de todo esto, una enfermera empuja la silla de ruedas con una viejecita en ella.
Dice que se llama Lucy, que sufrió un derrame, pero en su padecimiento, pidió que la llevarán a ver a la virgen.
Ahí, abajo de la imagen que se montó en la vieja puerta mariana del Templo de San Diego, la convaleciente apenas balbuceaba algunos sonidos, quizá pidiendo por ella, agradeciendo o simplemente adorando.
Otro hombre, de unos 70 años, alto, vestido con el atuendo de San Diego, pero con cierto pedigrí, hace reverencia a la Emperatriz de América.
Ora en silencio, se persigna y se retira.
Va para las 11 de la mañana y la zona se mantiene fresca, rayando en un tenue frío invernal, quizá sobre los 9 o 10 grados.
Poco a poco, llegan grupos de dos o tres personas, rezan, hacen la reverencia y se retiran.
Frente a la guadalupana, se siente un ambiente apacible, de calma, sin tribulaciones.
Se siente su protección. Cómo si ella estuviese ahí mismo, en su casa.