Santiago y El Rufo/Santiago Heyser Beltrán
“El árbol de limón”
Eran principios de los 60´s, mi abuelo, como acostumbraba, sembró una semilla de limón en una lata vacía (metálica) de aceite Ibarra.
R- Guarraguauuu, mi Santias, que bueno que te acuerdas de tu abuelo, ¿todavía vive?
S- No, mi Rufo, mi abuelo murió en 1963 a los noventa y dos años. Cuando mi abuelo murió, mi abuela expresó. “No es verdad que uno muera de amor, porque si así fuera, yo estaría muerta.” Mis abuelos, con su amor,marcaron mi vida; de broma y en serio yo expresaba que ellos me perjudicaron, porque con su ejemplo me hicieron creer que el amor en la pareja era algo natural que podíamos dar por sentado y por ello no estuve alerta cuando tuve problemas conyugales en mi matrimonio… Después entendí por qué y es que yo me casé con una bella mujer que no era de la familia, con la que en su momento tuve desencuentros y diferencias, en cambio mi abuelo, se casó con mi abuela, ¡que sí era de la familia!
Dejando de lado el chistorete, les comparto que para cambiar el entorno y disminuir las tristezas y nostalgias de la abuela, por la falta del abuelo, se tomó la decisión de comprar una casa, a la que con todo y triques fue a dar el árbol de limón del abuelo, ya con un significado simbólico, ya que la vida del árbol era una extensión de lo que el abuelo hizo para preservar la vida y la naturaleza de las que siempre fue admirador y respetuoso.
En la nueva casa, el árbol, que nunca dio una flor o un limón cuando estaba en la lata de aceite Ibarra, fue trasplantado al frente, junto a la cochera y ahí, de 1963 al 2014 nunca dejó de dar limones, miles de ellos, casi durante todo el año.
Mi madre prácticamente ahí vivió su vida a partir del 63, solo al final, seis meses antes de partir al cielo se vino a vivir conmigo, para así poder cuidarla yo en sus últimos días. Antes de venirse, en una de tantas visitas, me traje un limón, que ya para esa fechas se había convertido en ícono de unión entre los vecinos de mi madre en Guadalajara, ya que ella, como era la costumbre antes, no cerraba con llave la puerta exterior de la casa y poco a poco acostumbró a los vecinos a que podían pasar sin avisar y llevarse los limones tirados, que siempre había.
Hoy no sé si los vecinos en Guadalajara extrañan más a mi madre o a los limones, lo que sí sé, es que del limón que me traje, fructificó una semilla que hoy está en mi patio y ya se convirtió en árbol que sin tener fechas especiales, produce todo el año, con un sabor que me recuerda mi niñez y juventud, porque los limones del “hijo” del árbol del abuelo tienen un sabor diferente a los limones de otros lados y pienso yo que eso se debe a que el abuelo, cuando sembró y cuido del árbol de limón, lo hizo con el amor que le profesaba a la abuela.
Mi abuelo se llamaba Francisco, mi abuela Mercedes, mi abuelo era medio poeta y les gustaba escribir, lo hacíabajo un seudónimo: M. E. Pacheco, en donde sus nombres, Meche y Paco, estaban entrelazados como estuvieron sus vidas y como estuvo su amor. Cada 21 de abril, en el aniversarios de su unión, mi abuelo escribía un poema, el que unos días antes nos entregaba a mi hermano Jorge y a mí, para que lo memorizáramos y se los recitáramos a la abuela al despertar, todavía en su lecho, como si fueran “Las mañanitas”.
De mi abuelo me acuerdo a cada rato, no solo cuando corto limones o me preparo una deliciosa agua de limón, también me acuerdo cada vez que veo un atardecer, fenómeno que me explicaba con paciencia mientras, sentado en sus piernas en una mecedora que teníamos en el “porche” de la casa, disfrutábamos la puesta del sol y el cambio de colores del cielo.
Hoy, en esto tiempos de inseguridad, de incertidumbre, de pandemia, el recuerdo del abuelo me tranquiliza y su ejemplo se vuelve luz para enfrentar uno de los grandes peligros que se ciernen sobre la humanidad: El hambre. No se me ocurre mejor estrategia para enfrentar los problemas económicos y de desempleo que ya estamos viviendo, que sembrar árboles, que producir alimentos. Si un árbol sembrado en 1960 fue capaz de dar frutos durante más de 50 años, además de dejar “hijos” que siguen produciendo, la respuesta racional para enfrentar el hambre derivada de la pobreza y el desempleo es sembrar más y enseñar a todos, a partir de los ocho años y hasta los ochenta, a sembrar y a producir sus alimentos… ¡Así de sencillo!
Un saludo, una reflexión.
Santiago Heyser Beltrán
Escritor y soñador