Ni anarquía ni dictadura/Salvador Jara Guerrero
Decía Maquiavelo que es deber y obligación del hombre, cuando pretende tener razón, pedirla por vía ordinaria y nunca apelar a la fuerza. Ese es hoy día uno de los principios fundamentales de la gobernabilidad democrática.
La gobernabilidad es un factor estratégico para la estabilidad política y la paz social, y aunque no es un fin en sí mismo sino sólo una herramienta para que los ciudadanos tengamos seguridad, bienestar y justicia, sí es una condición indispensable.
No es que la democracia republicana sea un sistema perfecto, quizá sea sólo el sistema menos malo, pero lo cierto es que ha mostrado su capacidad para una gobernabilidad sustentable a través de la democracia social participativa que implica la existencia de un Estado que goce de firmeza, continuidad y capacidad de gobernar en favor de toda la comunidad, pero que limite su poder y lo equilibre.
La democracia implica derechos, atribuciones y responsabilidades de todos en favor de la colectividad y el bien común sin menoscabo de los derechos individuales y humanos. La la estabilidad se debe teflejar en un beneficio tanto para el gobierno como para la ciudadanía en bienestar y seguridad.
Si bien una medida de la democracia es el nivel de participación en el cual pueden operar los distintos participantes de una sociedad, el extremo de tomar todas las decisiones con base en referendums o encuestas hace que los programas de gobierno carezcan de sentido y que el propio gobierno debilite su responsabilidad directiva. La gobernabilidad como el equilibrio que se logra al conjugar los distintos intereses, individuales y grupales, en aras de objetivos superiores y generales de un Estado o Nación a través de un programa de gobierno y un plan de desarrollo se deteriora frente a cambios de rumbo frecuentes.
Es cierto que entre más integrantes de la sociedad sean tomados en cuenta, directa o indirectamente, en la toma de decisiones, éstas podrán ser más populares, pero difícilmente las mejores. La existencia de partidos políticos con principios ideológicos y visiones de país claras y diferenciadas deberían ser el primer referente de la participación ciudadana. Los planes y programas de gobierno son los caminos propuestos para los que los ciudadanos ejercemos el voto, es es el inicio del proceso democrático, todos participamos en la elección de un proyecto sexenal.
La responsabilidad del gobierno electo de cumplir con el proyecto propuesto, lograr el crecimiento económico, el desarrollo educativo y la gobernabilidad se traduce en la coordinación o integración de factores y actores en la búsqueda de esos objetivos.
Desde los griegos se ha reconocido como un principio fundamental de la ciencia política que el poder centralizado en algún grado es necesario para poder gobernar toda sociedad, de tal forma que la toma de decisiones sea ágil y enfrente adecuadamente los problemas que se presenten. El poder muy descentralizado puede causar no sólo ineficiencia sino hasta la ingobernabilidad social.
Ya Maquiavelo apuntaba perfectamente el dilema en términos del interés colectivo; el poder descentralizado es ineficaz para la acción rápida, aunque contribuye a evitar o prevenir el abuso por parte de los gobernantes; el poder centralizado es eficaz en la toma de decisiones, pero propicia los excesos de los líderes en perjuicio de la colectividad.
La falsa disyuntiva entre anarquía y dictadura se resuelve apelando a
la experiencia republicana de Roma que desde entonces utilizó la combinación equilibrada de instituciones que concentran el poder parcialmente, de tal forma que a la vez se permita una acción gubernamental ágil y eficaz, pero se vigile la acción de los gobernantes. Se trata en esencia de un punto de equilibrio entre un polo de anarquía o de populismo ineficaces, y otro de despotismo o autoritarismo. La división de poderes permite conciliar las dos metas aparentemente antagónicas en la acción política; gobernabilidad y control sobre el poder.
Sin embargo, este sistema requiere de un elemento fundamental para su funcionamiento: la confianza, que permita a todos los actores respetarse y respetar las reglas acordadas, es decir las leyes, el cumplimiento irrestricto del estado de derecho. De lo contrario siempre existirá el riesgo de que la buena fe o abuso de la autoridad, su temor u osadía orillen a la anarquía o a la dictadura. El equilibrio propio de la democracia, el que debe imperar siempre entre la ciudadanía y el poder es la única manera posible de conseguir un mínimo de armonía social duradera, con condiciones para que nuestra sociedad progrese significativamente.