La noche en que los muertos regresan...
TZINTZUNTZAN, Mich., 1 de noviembre de 2018.- Sus miradas perdidas en los recuerdos se desviaron, por un segundo, solo para observar el lente de la cámara, un tanto acusadoras, y con ese dejo de desesperanza. Luego se resignaron y siguieron en lo suyo: un hombre y una mujer esperaban reencontrarse con un ser querido que había fallecido.
Al dar la vuelta a la tumba podía verse la foto de un pequeño: Edgar Eduardo. Sus padres adornaron el lugar con flores de cempasúchil, velas y juguetes con los que probablemente se divirtió el niño en vida. Murió en 2012.
Es 1 de noviembre en Michoacán. Día de Muertos. Los difuntos vienen de visita al mundo de los vivos, por medio de los altares que sus deudos erigieron sobre sus sepulcros, llenos de comida, ropa, bebidas, música y sus objetos más preciados que evidencian cuáles eran sus pasatiempos.
Tzintzuntzan es uno de los municipios más famosos por el arreglo de sus dos panteones, y ahí se ubica esta aventura.
La pared de la entrada del primer cementerio está cubierta de cempasúchil. El amarillo asemeja, con ironía, vitalidad en medio de las tumbas. A fin de cuentas, es una verdadera fiesta de reencuentro con los seres queridos.
Al entrar parece una hoguera gigante: velas por doquier.
José Ángel Calvo, nacido en San Benito, Texas, en Estados Unidos, pero criado por mexicanos, vuelve cada año a Tzintzuntzan para decorar las tumbas de sus padres, junto a su esposa, Rosa, también mexicoamericana.
“A mi papá, Damián, le encantaba la lucha libre, entonces le pongo máscaras de El Santo y Blue Demon. A mi madre, María, la música tejana, y allí puedes ver los DVD’s en su lápida cada año”, relata, mientras su esposa enciende velas. Por supuesto, una foto de cada uno corona el altar, además de refrescos, frutas, pan de muertos y muchas flores de cempasúchil.
A pesar de que Calvo nunca visitó el pueblo en Día de Muertos ni presenció tal hecho hasta que sus padres murieron, no dejó de lado la tradición.
No pasa lo mismo con todas las familias. Caminando un poco más hacia el final del cementerio, una vela solitaria alumbra una cruz. Ni flores, ni ofrendas. Nada. La imagen representa el olvido en su máxima expresión, o tal vez, la extinción de toda una casta.
La música de banda empieza a oírse hacia otra zona, lo mismo que unos mariachis entonan Las mañanitas en una esquina.
La temperatura comienza a descender pasadas las 19 horas y la gente a encender fogatas y a envolverse en cobijas. Viejitas dormitan frente a la tumba de su esposo, generalmente, o solo contemplan con la mirada perdida. También, ancianos aguardan por viejos amores.
Las personas ya están acostumbradas a que extraños las observen, fotografíen o incluso se sienten con ellos y les pregunten su historia. Hay gente muy abierta a ello, y una tanta bastante recelosa.
De los altares más llamativos se aprecia una bicicleta creada a punta de las flores amarillas. Corresponde a un señor que le gustaba manejarlas y murió en carretera. Otra muestra a un esqueleto cabalgando sobre un caballo, también hecho de cempasúchil. En unas no puede faltar una botella de refresco, de mezcal y otros licores.
Pocos rezan, o al menos en Tzintzuntzan. Algunas familias relatan historias de sus difuntos y comparten un ponche, un atole o champurrado. Otras solo se sientan en silencio, comen o duermen, pero todas tienen algo en común: la esperanza del reencuentro.
Tzintzuntzan: templo del Dios colibrí mensajero
Si quieres pasar un Día de Muertos en Tzintzuntzan, rentar una habitación para dos personas por una noche cuesta 800 pesos mexicanos, esto en festividad de muertos, entre el 30 de octubre y el 5 de noviembre, aproximadamente. En un día común y corriente, no pasa de los 250 pesos.
El pueblo se hace pequeño para la cantidad de personas que acude el 1 de noviembre. La única avenida principal colapsa y hay policías por doquier. Los vendedores ambulantes toman la plaza principal para ofertar comida, ropa, prendas para el frío, bisutería.
Un lugarcillo ofrece pintarte de catrín o catrina, y por otro lado los santeros se dedican a fumar tabaco y a despojar con ramas al cliente de las malas vibras. Una chica lee el tarot y otros más venden trajes típicos mexicanos. Se convierte realmente en una feria, musicalizada por invitados especiales, aunque desde luego, lo más interesante no ocurre ahí.